domingo, 2 de enero de 2011

La palabra que sale de la boca

En la Iglesia debemos intentar no crear contraposiciones, como bien decía en su carta Monseñor De Paolis. Por el contrario, debemos intentar unir, colaborar, crear buen ambiente, contribuir, aportar, empujar en la misma dirección. Decir las cosas, aportar, ser sinceros, hacer comprender al hermano el defecto que le afea, pero todo con caridad, con amor, intentando no hacer daño.

Unas cosas deben decirse en público, como si de un concilio se tratara, porque de la conversación muchas veces sale la luz. Pero otras cosas, por su misma naturaleza, hay que decírselas al interesado en privado, jamás, ¡jamás!, en público so capa de que es por su bien. Otras cosas, también por su misma naturaleza, hay que decirlas al superior, pues ya nada se puede esperar de la corrección fraterna.

La palabra puede ser medicina o puede ser puñal. En boca de unos daña, en boca de otros sana, conforta, es como un bálsamo.

Debemos entender que todos vemos las cosas de un modo parcial. Cuántos creen tener la verdad total y absoluta sobre asuntos opinables. ¿No nos acordamos de cuántas veces nos hemos equivocado en nuestra vida al juzgar?

Debemos abrirnos al otro, debemos abrirnos a lo que piensa el otro. Qué triste es intentar prevalecer. ¡Yo tengo razón!, dice el necio en su interior. El hombre sabio duda de sí mismo, escucha y se somete incluso cuando las cosas no son como le gustan. Someterse, sí. Una palabra fea a los oídos de algunos. Pero en la vida religiosa no cabe otra posibilidad. Los sacerdotes seculares lo hacemos con nuestro obispo. Incluso los laicos deben obedecer de acuerdo a los parámetros de su estado.

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